APUNTES EN SUCIO

MANUEL JABOIS

Historia de un mendigo

ZOLTAN dormía en un portalito lleno de orines de la calle San Román, a unos metros de una antigua casa mía desde la que veía florecer los cerezos. Era un hombre grande, alcohólico, de pelos amarillos y nariz abrupta. Hacía dibujos por encargo y pedía que le pagasen con coñac, no con comida. Fumaba pitillos de sabor vainilla. Muchas noches, al volver yo a casa en invierno, lo encontraba tirado entre mantas leyendo bajo una farolita escasa. La crisis no hundió a Zoltan sino su temperamento esquivo, de hombre quisquilloso y apasionado, que se enamoraba a tontas y a locas. Murió de cáncer mientras le pedía a mi amigo Rodrigo Cota que le llevase a escondidas al sanatorio libros y alcohol. Es todo cuanto sé de la relación del cáncer con la mendicidad, a diferencia de ese abogado que ha dicho que los vagabundos no son «personas humanas» sino un «cáncer de la sociedad». Zoltan era húngaro. Murió tan solo que no tenía nombre: ningún papel contaba quién era. Fue un problema enterrarlo. No más que desenterrarlo: Zoltan, supe después, fue un reputado medievalista, un paleógrafo de prestigio y un genealogista de referencia; autor, por ejemplo, del mejor árbol genealógico de los Andrade, una de las grandes familias gallegas del siglo XII. Cada vez que alguien protesta por esos señores que duermen en sus portales o beben en sus parques recuerdo a Zoltan. Aquella gente que se le acercaba a la puerta del supermercado lo hacía para que él consultase sus papeles y desentreñase sus misterios. Ellos compraban sus dibujos como parte de un acuerdo tácito según el cual Zoltan era un mendigo y ellos, que venían de cualquier parte, unas personas caritativas. En realidad, entre todos, estaban armando la Edad Media.